La buena fe es un concepto fundamental en el derecho y se refiere a la convicción subjetiva de actuar de manera ética y cumplir con las obligaciones legales en la adquisición de contratos, testamentos y posesiones. Por el contrario, la mala fe se refiere a la intención de engañar, ocultar información o aprovecharse injustamente de una situación. La interpretación de los contratos debe estar guiada por la buena fe y la equidad para que beneficie a ambas partes. En el mundo moderno, los «contratos por adhesión» son una práctica común en la que se presenta una fórmula estereotipada de contrato para el servicio u obligación frente a muchos. El primer paso en la interpretación de un contrato es determinar su naturaleza jurídica y qué tipo de contrato es, y a qué legislación corresponde. Al respecto, Larra Holguín (2012), explica este concepto en los siguientes términos:
Comportamiento respetuoso del derecho y la equidad. Convicción subjetiva de obrar o estar dentro de lo permitido por la ley y lo que la honradez exige. Se oponen a la buena fe: el engaño, la ficción con intención de perjudicar, el silencio u ocultamiento de lo que se debe manifestar en los negocios, la disimulación de los vicios de una cosa que se debe entregar, el fraude, el dolo y otras actitudes semejantes para eludir las leyes o aprovecharse injustamente de ciertas circunstancias, tales como la necesidad de otros, los casos extremos de necesidad, los imprevistos, entre otros. Todas estas actitudes -de acción u omisión- configuran la mala fe, que, obviamente, es lo contrario de la buena fe.
La buena fe y la mala fe, se tienen en cuenta sobre todo en la adquisición de los contratos y de los testamentos. También se aplica a meros hechos, como la adquisición o pérdida de la posesión. La interpretación de los contratos corresponde primeramente a quienes son parte de ellos, ya que ellos son los obligados. Solamente en casos excepcionales corresponde a terceros intervenir, en defensa de sus derechos. Sino existe un común acuerdo entre las partes, que se ha de buscar con buena fe, no queda más recurso que acudir a una solución judicial o arbitral. También en las sentencias y laudos, para dirimir las controversias, ha de primar el principio de la buena fe, que preside toda la materia contractual.

No resulta fácil definir la buena fe, y muchas veces se acude al concepto contrario -mala fe-, para caracterizar la expresión positiva. Así como la mala fe implica cualquier género de engaño, de actuación dolosa o fraudulenta, de intención torcida de aplicar erróneamente el derecho, o no aplicarlo, o de aprovecharse de situaciones de especial necesidad, debilidad o ignorancia de otros, o conductas semejantes a estas; así, la buena fe, es la intención de proceder con acatamiento de las normas éticas y jurídicas, con un sentido de consideración y respeto hacia la persona y bienes del prójimo: tratar a los demás como aspiramos a que nos traten a nosotros.
En el derecho romano, el aforismo «alterum non laedere», expresa el precepto muy general de no hacer daño a nadie, de proceder de buena fe. En los contratos cada parte se propone obtener alguna ventaja, pero no cabe perseguir esa finalidad a todo trance, por cualquier clase de medios, sino guardando un sentido de equidad, de justicia, por el cual lo conseguido por uno sea equivalente en términos generales, a la utilidad proporcionada al otro: esto es equidad y a esto tiende la buena fe.
La interpretación que solamente proporcione ventajas a un contratante (sin que haya tenido una finalidad puramente generosa, de beneficencia, de caridad o liberal, como suele decirse), faltaría a la buena fe. La interpretación guiada por la buena fe, ha de procurar salvar la validez de las cláusulas contractuales y de todo el contrato. Aprovecharse de cualquier defecto formal para lograr la anulación de lo pactado, es otra forma de mala fe.
En el mundo moderno, se han generalizado los «contratos por adhesión», los presentados en fórmula estereotipada, igual o uniforme, para el servicio u obligación frente a muchos, como sucede en los contratos de transporte, de seguros y otros por el estilo.
Las normas dadas por el Código Civil para la interpretación de las leyes, principalmente en el artículo 18, sirven también para la recta inteligencia d ellos contratos, ya que éstos son «ley entre las partes». Guardando siempre la diferencia entre los textos legislativos de carácter general, y las disposiciones contractuales, que son de interés reducido a las partes que intervinieron.
El primer paso lógico en la interpretación de un contrato consiste en determinar qué clase de convención se ha realizado: cuál es la naturaleza jurídica de aquello que se quiere entender y aplicar: ¿es realmente un contrato, o se trata de un acto unilateral de declaración de voluntad?
¿Ha existido la intención de obligarse, o se ha querido manifestar simplemente un deseo, una aspiración, unos principios o propósitos que no vinculan la voluntad, que no originan obligación? ¿Estamos ante un contrato o ante un testamento? A continuación de esa primera «calificación», que conduce a saber si realmente nos hallamos ante un contrato, o bien ante otra realidad jurídica, será preciso establecer qué clase de contrato sea, y a qué legislación tenemos que acudir para aplicar sus normas.
No es lo mismo un contrato administrativo, uno civil, laboral o comercial; cada una de estas categorías se rige por específicas leyes.
Dentro de la misma rama jurídica existen figuras análogas, pero con características propias que las diferencian de las otras, como sucede con los préstamos de uso o de consumo. Aún instituciones civiles mucho más lejanas entre sí, como la venta y la donación pueden presentar características similares, que obligan a la más precisa calificación de la naturaleza o contenido de un contrato. Las reflexiones anteriores conducen a una conclusión obvia: no vasta que un contrato haya sido denominado de una manera para que, necesariamente, tenga que considerarse que el nombre que se le ha dado corresponda a la realidad. A veces se pretende violar las leyes, acudiendo al expediente de llamar de manera incorrecta a una relación; por ejemplo, se dice: «contrato civil», para encubrir una relación laboral y no aplicar así la legislación adecuada para esa clase de obligaciones.

Evidentemente, esas falsas calificaciones, de buena o de mala fe, no autorizan para aferrarse a lo simplemente dicho por una o ambas partes, en contradicción a la realidad de la relación jurídica que se ha estatuido.
En cambio, errores e inexactitudes en la denominación de los contratos, o de específicas disposiciones de ellos, que no tengan trascendencia en la aplicación de la ley correspondiente ni suponga un perjuicio de terceros o alteración del orden público y las buenas costumbres, no afectan sustancialmente ni a la validez ni a la aplicación de los contratos. Se ha de buscar la auténtica intención de las partes, prescindiendo de las denominaciones o calificaciones que hubieren hecho los contratantes.
El respecto a la ley por los que voluntariamente se obligan, usando su libertad, su autonomía privada, es tal, que aún en los contratos simulados, el legislador y el juez, ponen a salvo la verdadera voluntad de las partes, prescindiendo cuando sea del caso d ellos nombres o apariencias dada a las convenciones.
Mientras no afectan los derechos de terceros, al orden público, a las buenas costumbres, los contratos simulados valen. No importa que aparezca como venta una donación, si con esta alteración del nombre o con esta apariencia de un contrato diferente, no se perjudica a nadie.
Ciertamente, que tales simulaciones, esconden a menudo la intención de perjudicar sea al Fisco (en el pago de impuestos, tasas o contribuciones) o a terceros, y entonces la simulación ocasionará la nulidad, ya que no se consiente el abuso del derecho y a la falsa utilización de las normas jurídicas con finalidades que no sean precisamente las de dar a cada uno lo suyo, sin perjudicar a nadie.
En definitiva, la buena fe se refiere a la honestidad y la equidad en las acciones de una persona en relación con el derecho y las obligaciones contractuales. Se opone a la mala fe, la intención de engañar, ocultar información o aprovecharse injustamente de otras personas. En los contratos, la interpretación debe guiarse por la buena fe para garantizar la equidad y la justicia en las relaciones contractuales. Por lo tanto, es importante que las personas y las empresas actúen con buena fe en todas sus transacciones para mantener relaciones armoniosas y justas en la sociedad.
Referencia bibliográfica:
Enciclopedia jurídica Ecuatoriana (2012). Derecho Civil I Personas y Familia. Dr. Juan Larrea Holguín. Fundación Latinoamericana Andrés Bello.
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